Las multinacionales tienen que devolver todo lo que robaron en América Latina y el mundo los últimos cien años.Inglaterra también, tiene que devolver por lo menos lo que robó en el siglo veinte y en el diecinueve. Con o sin intereses, eso será cuestión de negociarlo después, pero lo tiene que devolver ya, a la India, a África, a América Latina. Y lo tiene que devolver aunque se lo haya gastado. Y lo tiene que conseguir sin robar. Tiene que trabajar. Y España también. Tiene que devolver todo lo que robó durante la conquista y lo que sigue robando con su empresa telefónica en toda América Latina. Tiene que deshacer su siglo de oro, fundirlo, desmenuzarlo y devolverlo. O si no, que saque de donde pueda, que sude. Si no le alcanza la población que tiene, que hagan doble o triple turno, como hacen los latinoamericanos cuando tienen la suerte de que alguien acepte explotarlos y oprimirlos. Y Francia también, que devuelva todo lo que robó en Haití, en Martinica, en la Guayana, aunque primero tiene que devolver las propias Martinica y Guayana, que no le son propias. Y el Imperio Romano tiene que devolver todo lo que le robó a los galos, y a los iberos, a los celtas, etc., etc. Y si el imperio romano no existe más, la deuda la tiene que pagar el imperio norteamericano, que es el que terminó heredando el botín, que fue pasando de mano en mano a través de los siglos. Y después hay que arreglar cuentas en Latinoamérica, también. Cuando España, Portugal y Estados Unidos devuelvan todo, nada de quedárselo los latinoamericanos ricos. Hay que dejárselo a los indígenas, y la tierra también, y los descendientes de europeos que se quieran quedar tienen que pedir permiso. Los africanos no, pero nosotros sí. Nada de Argentina, Brasil, República Oriental, Bolivia, Colombia, todo eso es mentira, hay que devolver la tierra y el mapa como eran antes. Y si no sabemos cómo era, a estudiar todo el mundo. Nada de estudiar inglés, eso el que quiera que lo haga después; primero hay que pagar la deuda. Para saber cuánto es hay que estudiar araucano, toba, aymara, y hay que estudiar el calendario maya para poder calcular los intereses. Y basta de hablar, hay que empezar a devolver ya. Cada minuto es un árbol más, un tapir más que se debe. Cada palabra europea, cada nota afinada con el diapasón es un insulto a las culturas autóctonas. Hay que callarse y pagar.
Es del libro "Horóscopos y otras sentencias" (Ediciones de la Flor, Argentina, 2003).
El Dodo
Productora de contenidos visuales
martes, 28 de diciembre de 2010
Devolución Total · Leo Masliah
SX [Segunda exposición]
SX [Segunda exposición]
Francisco Peralta expone del 7 al 13 de enero
en La ventana indiscreta.-
Bolivar 624, San Telmo
Más info: 15 35 99 99 29 | 15 36 01 05 45
francisco@eldodo.com.ar | www.eldodo.com.ar
lunes, 6 de septiembre de 2010
La Calle de los Mendigos · Mario Levrero
Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.
Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.
Tampoco enciende, ahora.
En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.
Lo examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.
Tengo una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual resultado con el N° 2, o el N° 3.
Salen algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
El encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo -a una distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor- la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
Queda en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este sorprendente crecimiento.
Introduciendo el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
Quito algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.
Descubro que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño -especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano-, es lógico; por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.
Me decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos días en el interior del tanque -muchos más que en otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.
A esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos encendedores.
No uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto, explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor cantidad de resortes.
Siguiendo con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas con el dedo.
Presiono con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me sigue llamando la atención el peso.
De pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada uno de sus elementos.
Ahora, después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar que es casi esférica.
Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación.
Hasta ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros.
Son blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él.
«Debo regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.
Puedo apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni dónde terminan.
Sigo avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa -quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún localizar su fuente.
Descubro que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.
Escucho gemidos.
«Es la calle de los mendigos» -pienso-, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz -un farol-, y por encima las estrellas.
En efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.
«Debo buscar un bar que esté abierto» -pienso-. «Necesito cigarrillos, y fósforos».
Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.
Tampoco enciende, ahora.
En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.
Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.
Lo examiné con más cuidado, y vi un tercer tornillo: es el que oficia de eje para la palanca que hace girar la rueda y provoca la chispa. Lo quito, pero ya no pude usar la moneda; debí servirme de un pequeño destornillador.
Tengo una colección de destornilladores, en total son muchos, van de menor a mayor, de uno a otro conservan las proporciones. Utilicé el más pequeño, aunque pude haber obtenido igual resultado con el N° 2, o el N° 3.
Salen algunos elementos: la palanca, el tornillo mismo (que, del otro lado, tiene una tuerca, aunque el aspecto exterior de esta tuerca es igual al de un tornillo; la parte no visible es hueca), dos o tres resortes y la ruedita con muescas; ésta rueda alegremente sobre la mesa, cae al suelo, y ya no la encuentro.
El encendedor, sin embargo, me sigue pareciendo un todo; hay algo ofensivo en esa solidez, un desafío. Y permanece oculta la falla. Introduzco entonces el destornillador en distintos orificios; en primer término atraviesa el conducto de la piedra, y asoma la punta por la parte de arriba; en el receptáculo del combustible encuentro algodón, y no sigo explorando; luego investigo los orificios de la parte superior. Hay dos: uno de ellos es el extremo de otro conducto, cuya función desconozco; es un tubo acodado, el destornillador no puede seguir más allá. El otro es más ancho, recto; al final del mismo -a una distancia que, calculo, corresponde aproximadamente a la mitad del encendedor- la herramienta, girando, de pronto se detiene, atrapada por la cabeza de un tornillo, que resuelvo quitar; es corto y ancho; entonces, tiro con los dedos de una pequeña saliente, mientras con la mano izquierda sujeto la parte exterior del cuerpo del encendedor, y veo, complacido, que algo se desliza.
Queda en mi mano izquierda la delgada capa metálica; con un leve chasquido, en el momento en que termina de salir la parte interior, un pequeño conjunto metálico se expande (me sorprendo, porque el tamaño es aproximadamente cuatro veces mayor) y queda en mi mano derecha una réplica, tamaño gigante, que apenas conserva las proporciones, y algo del aspecto del encendedor, pero hay muchos huecos y vericuetos; imagino un mecanismo de resortes que, para volver a guardar este conjunto en su capa, debo comprimir (no imagino cómo, aunque intuyo que debe ser difícil); sólo un mecanismo de resortes puede explicar este sorprendente crecimiento.
Introduciendo el destornillador en varios orificios descubrí que hay tornillos insospechados; pero el número uno es ya demasiado pequeño para ellos, no hace una fuerza pareja y temo que se estropeen. Elijo otro; el ideal es el N° 4, aunque bien podría usar el N° 3 o el N° 5, quizás el N° 6, y aun el N° 7.
Quito algunos tornillos. Caen resortes, de un conducto salen una pieza metálica entera, aceitada (parece un émbolo), y un par de ruedas dentadas.
Descubro que el conjunto consta también de dos partes, una externa y otra interna; cuando no encuentro más tornillos, procedo a separarlas por el mismo procedimiento anterior. El fenómeno se repite con puntualidad, y obtengo una estructura aproximadamente cuatro veces más grande que la anterior (y dieciséis veces más grande que el encendedor), pero el peso es siempre más o menos el mismo; incluso diría que esta estructura es más liviana que el encendedor entero, lo cual, si a primera vista puede parecer extraño -especialmente cuando se sostiene en la palma de la mano-, es lógico; por ley, el contenido tiene que pesar menos que el encendedor completo, a pesar de que su tamaño, mediante el ingenioso mecanismo de resortes, pueda aumentar y, por ello, parecer más pesado.
Me decido a quitar el algodón; parece estar muy comprimido (lo que explica que el disán se conserve tantos días en el interior del tanque -muchos más que en otros encendedores). El tanque ha crecido proporcionalmente, y ahora el algodón está más flojo; el contenido, compruebo, equivale a muchos paquetes grandes; no me ha costado trabajo quitarlo, porque mi mano entra entera en el tanque.
A esta altura, pienso que me va a ser muy difícil volver a armar el encendedor; quizás ya no pueda volver a usarlo. Pero no me importa; la curiosidad por el mecanismo me impulsa a seguir trabajando; ya no me interesa averiguar la causa de la falla (y creo que ya no estoy en condiciones de darme cuenta de dónde está esa falla), sino llegar a tener una idea de la estructura de ciertos encendedores.
No uso, ahora, destornillador, para investigar los conductos; mi mano cabe cómodamente en la mayoría de ellos. Es curioso el intrincamiento de algunos, semejante a un laberinto; mi mano encuentra a veces varios huecos en un mismo conducto, explora uno -que no es más que el principio, o el final, de otro conducto, y que a su vez tiene varios huecos que corresponden a otros tantos conductos. Hay menos tornillos, y también, en apariencia, actúa una menor cantidad de resortes.
Siguiendo con la mano, y parte del brazo, uno de los conductos y algunos de sus derivados, llego a un lugar que parece estar próximo al centro de la estructura; allí mis dedos palpan unas bolitas metálicas. Tienen la particularidad de estar sueltas a medias, como la punta de un bolígrafo; puedo hacerlas girar empujándolas con el dedo.
Presiono con más fuerza sobre una de ellas, y se desprende de la lámina metálica que la sujeta; comienza a rodar por los conductos y cae fuera de la estructura. Observo que su tamaño es como el de una bolita de las que los niños usan para jugar. Caen muchas. Diez o doce, o más. Tomo una de ellas y me sorprende el peso; parece que fuera una pieza entera. Pero de ser así, no me explico cómo pudo caber dentro del primitivo tamaño de encendedor. Pienso que, probablemente, también se hayan expandido mediante un sistema de resortes; me sigue llamando la atención el peso.
De pronto me sentí atacado por el sueño. Miré el reloj y vi que eran las dos de la madrugada. Es fascinante cómo uno se olvida del paso del tiempo cuando está entretenido en algo que le interesa. Pensé que debía irme a la cama, pero no puedo abandonar el trabajo. Quiero llegar, me propongo, a descubrir la última estructura, o a que el encendedor se desarme en su totalidad, se descomponga en cada uno de sus elementos.
Ahora, después de un par de operaciones, mediante las cuales vuelvo a separar la estructura en dos (una capa, o cáscara y una estructura cuadruplicada), el encendedor ocupa más de la mitad de la pieza; esta última estructura ya no se parece en nada al encendedor, sus formas son menos rígidas, hay curvas; si tuviera espacio suficiente para mirarla desde cierta distancia, quizás pudiera afirmar que es casi esférica.
Solamente a través del encendedor puedo pasar de un extremo a otro de la habitación; lo hago con cierta comodidad, aunque debo arrastrarme. Se me ocurre que si lo separara nuevamente en dos partes, obtendría una estructura por la cual podría andar sobre mis piernas. Pero temo, es casi una certeza, que ya no quepa en la habitación.
Hasta ahora he utilizado solamente uno de los conductos, que la atraviesa de lado a lado en forma rectilínea; pero hay otros, y siento tentación de meterme por ellos. Me atemorizan los laberintos; tomo un cono de hilo, ato el extremo a la manija de un cajón de la cómoda, y me introduzco en un conducto, que pronto tuerce la dirección y me lleva a otros.
Son blandos, sin dejar de ser metálicos; más que blandos, diría «muelles»; todavía se presiente la acción de resortes. Me maldigo: no se me ocurrió traer una linterna o, al menos, una caja de fósforos. La oscuridad se hizo total. Llevé, trabajosamente, la mano al bolsillo del pantalón, y solté la carcajada. Un movimiento reflejo, buscaba el encendedor en el bolsillo sin recordar que me encuentro dentro de él.
«Debo regresar a buscar la linterna», pensé, y ya me disponía a remontar el hilo, para volver, cuando veo una débil luz ante mis ojos. «Una salida, o quizás el mismo orificio por el que entré» -pienso y sigo arrastrándome hacia adelante, hacia la luz; ésta se vuelve cada vez más fuerte.
Puedo apreciar entonces cómo es el lugar en que me encuentro; no es exactamente un túnel, en el sentido de conducto tubular cerrado; está compuesto por infinidad de pequeños elementos, aunque hay grandes columnas metálicas, algunas más anchas que mi cuerpo, que lo atraviesan; pero no puedo ver dónde comienzan ni dónde terminan.
Sigo avanzando y no logro llegar al exterior; la luz se va haciendo más intensa -quiero decir que ahora es un poco más fuerte que la de una vela-; no logro aún localizar su fuente.
Descubro que puedo incorporarme, y camino -aunque ligeramente encorvado.
Escucho gemidos.
«Es la calle de los mendigos» -pienso-, y doy vuelta la esquina y veo la fuente de luz -un farol-, y por encima las estrellas.
En efecto, hay mendigos suplicantes y con ulceraciones en brazos y piernas, la calle es empedrada, y empinada; los comercios están cerrados, las cortinas metálicas bajas.
«Debo buscar un bar que esté abierto» -pienso-. «Necesito cigarrillos, y fósforos».
miércoles, 1 de septiembre de 2010
Si no puede visualizar correctamente el contenido haga click aquí

El 10 de septiembre la revista Arte Virtual festeja su 3º aniversario
reuniendo más de 50 artistas, musica en vivo, teatro, fotografia, pinturas, acrobacias, moda...
y mucha buena onda!!!.
........................
Más info: www.artevirtualrevista.com.ar
reuniendo más de 50 artistas, musica en vivo, teatro, fotografia, pinturas, acrobacias, moda...
y mucha buena onda!!!.
........................
Más info: www.artevirtualrevista.com.ar
lunes, 30 de agosto de 2010
Presentación
Te damos la bienvenida a El Dodo, productora de contenidos visuales: diseño, ilustración, fotografía
y redacción de contenidos.
"Con el pico rompió el duro cascarón y nació. Se pensó con forma, con aspiraciones. Y tuvo una idea: ser, más allá de frustraciones, estados de ansiedad u otras desesperanzas. Lo que quiso, en un principio, fue volar. Y sin desprenderse del suelo, voló ".
El Dodo es el manifiesto de un compromiso que se cumple con los pies bien sobre la tierra. Se sabe: nuestra productora de contenidos visuales está en plena formación, pero para empezar a tomar vuelo, necesitamos que la conozcan.
Diseñamos en función de las ideas. Hacer piezas de comunicación efectiva es lo que sustenta nuestro emprendimiento. Más allá de los conocimientos que poseemos sobre lo puramente relacionado al mundo gráfico y sus aperturas, proponemos revalorizar lo hecho a mano: el trabajo que nace de la creatividad artística y emocional.
Esto, que se aleja de las tendencias vigentes, se trasluce como nuestro estandarte. El dibujo, la fotografía, el diseño gráfico y la redacción se sostienen por el valor de lo original y lo manufacturado, lo hecho en casa.
Pero más allá de estas técnicas o elecciones a la hora de comenzar un trabajo, pensamos siempre en la concreción, en el proceso y el posterior resultado. Y con eso, permitir el desarrollo de cada uno de los proyectos que se nos presenten en el camino.
Imaginamos El Dodo para poder Hacer, y que el fruto de nuestro Hacer, sea el Ser, la transformación en algo real de lo que cada uno de ustedes tenga en mente.-
Suscribirse a:
Entradas (Atom)